domingo, 29 de marzo de 2009

LA SANTERIA DE CHILOE'

Los Jesuitas habían observado el grande respeto y admiración que los mapuches les demostraban a las estatuas religiosas. Lo habían comprobado viendo que también en los momentos de sublevación, los indígenas no sólo se abstenían de dañar la santería, más se preocupaban de protegerla y resguardarla. Esto ocurrió en 1712 en Calbuco, cuando los reyunos rebeldes se llevaron la imagen de madera policromada de San Miguel Arcángel[1] para protegerla, escondiéndola en las montañas. Lo mismo ocurrió con la Virgen de Loreto en Nahuel Huapi el mismo año.
Desde sus albores, la actividad misional de los Jesuitas fue acompañada por la imaginería sagrada, conformemente a las conclusiones alcanzadas en el Concilio de Trento (1545-1562), entras las cuales se destacaba el rol positivo de la santería en cuanto estímulo a la devoción. Imágenes traídas desde España y, sobre todo, de la escuela quiteña, que acompañaron a los misioneros en su viaje desde Lima hasta las playas chilotas.
Durante el siglo XVII, las Capillas eran simple rucas pajizas, que se ocupaban (y a veces volvían a levantarse) en ocasión de alguna celebración religiosa y de la visita del misionero. Edificios frágiles, temporarios, inadecuados para custodiar a las imágenes sagradas que acompañaban al misionero cuando, con su dalca, alcanzaba la playa. Entonces “salen los padres misioneros del Colegio [llevando consigo] un Santo Cristo que tendrá de alto cinco o seis palmos, i a los dos lados tiene a Nuestra Señora de los Dolores i a San Juan Evangelista [y también] va san Isidro Labrador y Santa Notburga[2]”. Otra imagen traída muy frecuentemente por los Jesuitas, era la de San Ignacio, el fundador de la Orden.
Durante el siglo XVIII, las misiones ya se encontraban consolidadas y entonces se levantaron Capillas construidas de forma mucho más firmes, con muros de madera entablada, pisos de alerce o ciprés, y techo todavía de paja, pero a veces ya de tablas. En estos templos, ahora durables y en condición de cobijarlas adecuadamente, las imágenes encontraban digna acogida y, entonces, quedaron instaladas de forma estable, dejando su nomadismo. Al momento de su expulsión, habían en Chiloé alrededor de 80 Capillas jesuíticas, la mayoría de las cuales, si no todas, con su pequeño conjuntos de imágenes: cuanto menos, un crucifijo mayor de pared, uno menor encima del altar, una Virgen. Seguramente, en las Capillas más importantes también habrán habido imágenes de San José y San Ignacio, y tal vez más de una Virgen con diferentes avocaciones, además de la imagen patronal de la Capilla. Una necesidad de muchos centenares de imágenes que non podían ser traída desde afuera, ni habían los medios económicos para comprarlas.
Sin embargo, ya que la disponibilidad de santería en el archipiélago era muy escasa: de allí que ya en la segunda mitad del siglo XVII tuvo que darse vida a una escuela chilota de santería con obras que al comienzo fueron ejecutadas por padres escultores jesuitas, pero a la cual se dedicarían muy pronto artesanos indígenas.
“Probablemente, la santería de Chiloé, se origina en la actividad de talleres locales a cargo de un especialista jesuita y sus artesanos nativos. [...] La situación periférica de Chiloé respecto de los centros artesanales productores de imaginería y la pobreza, obliga al desarrollo de una industria local de imaginería, lo cual se manifiesta en el uso de maderas nativas como la luma, canelo, ciruelillo, ciprés y tepa en la construcción del soporte y, la utilización de pastas de arcilla o de cancahua en la elaboración de cabezas y mascarillas. En Chiloé, las imágenes son vistas como sujetos de una sociedad similar a la humana, dotados de vida, poderosos. Sin embargo, al igual que los humanos, son susceptibles a la enfermedad y la muerte. En vista de aquello, los chilotes las cuidan con cariño, como lo señala su manera cultural: las imágenes tienen su fiesta patronal, celebración en la cual una de ellas será la protagonista. Ocupará un lugar destacado delante del altar, arreglada con sus mejores atuendos presidirá la procesión, acompañada por las otras imágenes, sus parientes. Es más, la relación directa con la imagen será privilegio de los Patrones de Imagen. Ellos son los encargados de cuidarle, prenderle velas, cambiarle y lavarle las vestimentas. Así, la imaginería religiosa tiene un profundo significado en la existencia de las gentes[3]”.
El modelo lo ofrecen las imágenes sagradas traídas de afuera, pero “las transformaciones que experimentaron los modelos españoles, quiteños o cuzqueños, bajo el aliento de la devoción originaria de los santeros chilotes, al impulso de sus manos ingenuas, expresan con propiedad el alma local, alma que aflora con especial intensidad en el hieratismo de las imágenes. Esos rostros de perfiles netos y planos elementales, animados por mirada intemporal y excéntrica sonrisa; esos cuerpos rígidos e inmóviles, ataviados con riquezas y profusión, revelan rasgos fundamentales de lo sagrado[4]”. En otros términos, el espíritu indígena transformó a la imagen sagrada para transformarla en una expresión de su propio sentir. La imagen, que debiera ser símbolo de devoción, se convierte ella misma en objeto de devoción y surge una religiosidad cristiana que incorpora elementos de la espiritualidad indígena y desemboca en una religiosidad chilota, factor central de identidad. No es San Antonio a quien se le pide el milagro, y n i siquiera a una imagen que lo representa: es el “santito” que se conserva en Caguach que es el verdadero objeto de la novena, es él a quien se le pide la gracia, quien se le agradece la gracia recibida o se le reprocha la gracia denegada. Una religiosidad que preocupó y sigue preocupando a la institución católica, que quisiera de alguna forma transformar hacia modales más canónicos: pero su transformación podría poner en jaque una patrimonialidad y una identidad que ya se encuentra amenazada por la “modernidad” y el consumismo, y que de venir a meno, podría comportar daños enormes al sentir ético y civil de las comunidades tradicionales chilotas.
Esta preocupación hacia la interpretación indígena de la fe cristiana, venía manifestada ya a mediados del siglo XVIII, cuando se ponía en discusión si la imaginería chilota realizada por los santeros locales, con su iconografía tan particular y tan indígena, era aceptable. En 1741 el obispo Azúa así definía a la santería presente en la Iglesia de Chacao: “bultos pequeños del altar mayor, que se reducen a maderos toscos sin arte[5]”.
Durante todo el siglo XVIII, los artesanos chilotes producen una notable cantidad de imágenes sagradas: Crucifijos, Vírgenes y Santos. Las hay de dos clases: de bulto entero, es decir con todo su cuerpo esculpido; y de candelero, es decir con un busto esquemático puesto encima de un armazón de listones de madera. Solamente la segunda clase de imágenes necesita ser vestida; sin embargo, la devoción popular se manifiesta a través de la vestimenta, que se transforma en manda: es así que todas las imágenes sagradas, con la sola excepción del crucifijo, vienen vestidas, y cada veste no reemplaza la precedente, sino se le agrega por encima, a veces hasta “ahogar” a la imagen misma que se pierde bajo una media docena de vestes, o más.


Izquierda: San Ignacio: imagen de bulto del siglo XVIII (Achao). Derecha: Virgen del Rosario: imagen de candelero del siglo XIX, con una decena de vestes una encima de la otra (Chaulinec, Capilla Antigua).


Además de las imágenes realizadas por los santeros chilotes, durante la segunda mitad del siglo y, tal vez, hasta comienzos del XIX, ocasionalmente desde Quito se importaron cabezas y manos de Vírgenes: en Chiloé se fabricaba el busto y el armazón de listones, completándose así las imágenes, que las mandas populares vestían[6].
También se realizaron imágenes sagradas en tela encolada: su conservación es difícil y los pocos ejemplos que nos quedan son de fines del siglo XIX, o posteriores; pero es posible que también se empleara esta técnica durante el siglo XVIII.
Los franciscanos fueron los continuadores de la obra de los jesuitas, tanto por lo que se refiere a la construcción de nuevas iglesias, manteniendo el arquetipo propio de Chiloé, cuanto por lo que ataña a la producción de la santería, a la cual dieron mayor empuje y que, entonces, alcanzó su pleno desarrollo y madurez artística, desarrollando aquel estilo tan peculiar que caracteriza a la escuela chilota. En estas tareas los franciscanos llegados Chiloé se encontraron aventajados por ser muchos de ellos buenos carpinteros y escultores. Así como fray Hilario, también muchos otros franciscanos se dedicaron a edificar nuevas Capillas y en apenas tres décadas, las 80 heredadas por los jesuitas se duplicaron. De allí que también surgió una demanda muy importante de santería, a la cual se le dio respuesta acelerando el proceso de producción, recurriendo a moldes para la realización del rostro, en cerámica, que después venía adaptado al cuerpo de madera y daba vida a Vírgenes y Santas.

Virgen de Gracias cuya cara, en cerámica, se realizó con molde. (Chaulinec, Capilla Antigua).

EL MOMENTO DEL OSTRACISMO

Hacia mediados del siglo XIX, la imaginería chilota arriesga de ser destruida.
En 1851, se celebró en Ancud, hace pocos años erigida en diócesis (1845), el primer Sínodo Diocesano de Chile. Hacen ya seis años que el obispado estigmatiza algunos aspectos relacionados a las celebraciones religiosas de Chiloé. “Desde que se establece en 1845, el Obispado de Chiloé, cuestiona esta religiosidad derivada de las fiestas patronales. En una oportunidad es por los “…bailes de enmascarados” que se hacían en la noche; en otras “…se desahogan pasiones innobles recitando romances y haciendo descripciones siempre satíricas e injuriosas…”.
El párroco de Calbuco, Luis Téllez, pide al obispo de Ancud, en 1883, que suprima las fiestas de Caguach, Achao y Carelmapu, “pues yo suprimiré en San Ramón la de Candelaria”, reafirma el sacerdote. El obispo Molina, ese mismo año, era partidario de eliminar todas las fiestas de supremos y supremas porque tales celebraciones “eran bacanales con que los paganos adoraban y ofrecían sacrificios a sus ídolos y dios Baco … Son orgías abominables y focos de corrupción entre cristianos”. En 1886 el mismo obispo las prohibía bajo pena de excomunión para el cura que las permitiera o estuviera presente en ellas. En una circular a los párrocos dice que no son encuentros religiosos sino “…en sentido pagano” porque “…las reuniones con mezcla de los dos sexos de todas edades, día y noche, con excesos de comida y bebida dan por resultado … la embriaguez, la impureza…”. En 1889 el obispo insiste acerca del tema, en especial, lo relativo a la Fiesta de Caguach, donde la concurrencia era mayor y los deslices continuaban presentes. ”

La originalidad de la escuela chilota, y sobre todo los rasgos indígenas de sus Vírgenes y Santos, parecen ser contrarios a los dictámenes del Concilio de Trento, que por un lado ve en la imaginería un instrumento de promoción de la devoción, pero por otro pone en guardia hacia aquella santería “que pueda inducir a cualquier falsa doctrina o dar ocasión a las personas ordinarias a caer en error”; además establece que las imágenes expuestas en los lugares de culto tengan la aprobación del obispo.
Sin embargo, más que el aspecto estético de la santería chilota, preocupa a la Iglesia católica la forma casi idolatra que caracteriza la devoción misma hacia algunas imágenes particulares, llamados “los poderosos”, a las cuales la fe popular atribuía poderes milagrosos: un poder propio de la imagen en cuanto tal, y no de la Virgen o del Santo representado por aquella imagen. De allí que el Sínodo decretó que había que alejar de las Capillas y destruir todas aquellas imágenes “indecentes y notablemente imperfectas y defectuosas, lejos de excitar la devoción y veneración de los fieles hacia los santos que representan obran efectos contrarios”.
Muchas imágenes vinieron así destruidas, sobre todo en las Iglesias donde había presencia del sacerdote. Sin embargo, muchas se salvaron: a veces, en cuanto los fieles las sacaron de las Capillas y las llevaron a sus propias casas; y sobre todo, porque las Capillas eran propiedad comunitaria, con su contenido, y no de la Curia, en cuanto habían sido erigidas por las propias Comunidad, sin ninguna ayuda externa. En todo caso, “muchas iglesias de campo se quedaron sin sus poderosos y con ello terminaron las celebraciones votivas [y solamente aquellas] comunidades que impidieron este atropello mantuvieron hasta hoy sus representaciones y sus fiestas patronales ”.
Por fin pasó la furia iconoclasta, y durante casi un siglo la imaginería chilota que había superado esa etapa, volvió a ser objeto de devoción y profundo cariño. Sin embargo, en tiempos muy recientes, otra vez su supervivencia se vio amenazada.En la década los años 80 surge un interés novedoso hacia la santería chilota, que viene de estudiosos foráneo al mundo del archipiélago. Ellos ven en la santería isleña una manifestación artística original, y empiezan a hablar de “escuela chilota” o hispano-chilota. En aquellos años, don Isidoro Vásquez de Acuña recorre las Capillas de Chiloé, anotando y fotografiando a 456 imágenes, y da vida a su “catastro”, la primera obra maestra acerca de la santería chilota.
El interés de los estudiosos, a veces es acompañado por la pasión del coleccionista: esa así que se forman colecciones particulares, comprándoles a las Comunidades isleñas algunas de sus imágenes, o simplemente pidiéndoselas como donación, como hicieron alguno sacerdotes. Otras imágenes, en fin, va a dar vida a colecciones públicas en diferentes museos: Castro, Ancud, Puerto Montt, Santiago.
De 2009 es el proyecto de llevar a Santiago las obras más valiosas presente en cada Capilla con el fin de realizar una exposición, que podría también viajar a la sede de la Unesco, para destacar el conjunto de las iglesias chilotas y su pertenencia al “patrimonio de la humanidad” . Un proyecto que parecería capaz de ennoblecer a la santería chilota, pero que arriesga de comprometer su sentido, convirtiéndola de objeto devocional a objeto museal. Esto tendría un impacto seguramente negativo en el sentimiento de “identidad chilota” de las comunidades isleñas: una identidad gravemente amenazada por la “modernidad” y la sociedad de consumos, cuya pérdida se traduciría (y ya se traduce) en una escasa auto-valoración y en pérdida de la vivencia de los valores patriarcales, que llevan rápidamente al degrado ético y social de las comunidades.


LAS ADVOCACIONES

Los misioneros jesuitas asociaban a cada imagen con una advocación bien definida. Cuando fueron reemplazados por los franciscanos, las advocaciones propias de la orden jesuítica fueron desplazadas por otras propias de la orden franciscana: muchos San Ignacio se convirtieron en San Francisco, y las Santa Notburga en Vírgenes de Gracias o en otras santas. Un proceso – el del cambio de las advocaciones – que sigue en la actualidad por decisiones arbitrarias de algunos párrocos, que miran a introducir una devoción no representada en la Capilla o a darle un nombre a una Virgen sin una advocación definida. Es así que en Capilla Antigua (Chaulinec) un Nazareno se convirtió en un San Francisco. La misma suerte le tocó en Achao a un San Ignacio. Así como las advocaciones se demuestran cambiantes, también lo son las vestimentas de las imágenes, que no siempre se demuestran coherentes con lo que representan o con la tradición. Esto, en cuanto las vestes son casi siempre donaciones de la feligresía que hace mandas, y a menudo ignora cuales colores y diseños correspondan a la advocación a la cual viene destinada la veste, o simplemente aprovecha de una tela ya disponible, cuyo color es casual.

De un total de 453 obras de santería chilota descritas en la literatura o analizadas en primera persona 74 (16%) son Crucifijos, 213 (47%) son Vírgenes, 100 (22%) son Santos y solamente 11 (2,4%) son Santas. Las restantes imágenes, 55 (12%), corresponden a Nazarenos, otras representaciones de Cristo (Nazareno, Cristo Justiciero, Cristo a la columna y Niño Dios) y a arcángeles (San Miguel y San Rafael).

Entre la Vírgenes, el 30% son de bulto e de talla esquemática y el 70% son de candelero. Hay tres clases principales de advocaciones marianas:
1. las Vírgenes de pie con el Niño Dios en sus brazos: Virgen de Gracia, Virgen del Carmen, Virgen del Perpetuo Socorro, Virgen de la Candelaria, Virgen del Pilar, etc.;
2. las Vírgenes de pie sin el Niño Dios: Virgen de los Dolores, Virgen Milagrosa, Virgen Purísima o de la Inmaculada Concepción, etc.;
3. las Vírgenes entronizadas, generalmente cargando al Niño Dios: Virgen de Montserrat, etc..
Las advocaciones marianas más frecuentes en la santería de escuela chilota son: Virgen de Gracia (16%), Virgen de la Candelaria (12%), Virgen Purísima (10%) y Virgen del Carmen (10%).
Por lo general, las imágenes no corresponden a la iconografía correspondiente: por ejemplo, llevan al Niño Dios solamente dos Vírgenes de Gracia sobre un total de 34 y 15 Vírgenes de Candelaria sobre 25. Pero la razón fundamental de la no correspondencia entre la imagen y la iconografía correspondiente se debe a los cambios en la advocación.

Entre los Santos, el 42% son de bulto o de talla esquemática y el 58% de candelero.
Las advocaciones más frecuentes son: San Antonio de Padua (40%) y San Francisco de Asís (31%), ambos con el sayo franciscano bruno o negro, abrochado con un cordel con tres nudos.
San Antonio, el único Santo lampiño, casi siempre viene representado con el Niño Dios o con un libro en su mano izquierda: es interesante destacar que las imágenes de San Antonio con un libro en su mano izquierda, que son la mayoría y que en principio se puede suponer que sean las más antiguas, en el 60% de los caso son de bulto; al contrario, el 73% de las imágenes que lo representan con el Niño Dios, en su mayoría posteriores a la expulsión de los jesuitas, son de candelero.
San Francisco generalmente aparece con una cruz en su mano derecha y una calavera en la izquierda. Solamente 5 imágenes corresponden a San Ignacio Loyola (tres son de bulto y dos de candelero), pero es probable que haya diversas imágenes de bulto San Francisco, que en origen fueran de San Ignacio, y casi seguramente la única imagen de San Antonio donde aparece barbudo, conservada en Puerto Montt y procedente de Añihué, en las isla Chauques, originariamente representaba a San Ignacio.
San Antonio, imagen de bulto conservada en Puerto Montt, cuya advocación originaria probablemente corresponde a San Ignacio.

Las representaciones de Santas son escasas (30% de bulto y 70% de candeleros), siendo Santa Rosa y Santa Filomena las advocaciones más frecuentes.

También hay 32 Nazarenos (sin considerar algunas decenas de imágenes que han sido realizadas en tiempos modernos, copiando a la de Caguach), de los cuales el 34% son de talla esquemática y el 66% de candelero.
Los Nazarenos, imágenes de la pasión de Cristo, responden a dos iconografías fundamentales: en posición erecta (¡Ecce Homo!) y doblado bajo el peso de la cruz al hombro. La realización de Nazarenos doblados es más complejas en cuanto presenta mayor dificultad para garantizar el equilibrio de la figura: de allí que alrededor del 75% de los Nazarenos, presentan posición erecta. Estos, por lo general llevan una cruz apoyada al hombro izquierdo o derecho, pero sin que las manos sustenten a la cruz, lo cual hace pensar que esta haya sido añadida sucesivamente bajo la influencia de la imagen caguachana. En algunos casos, el Nazareno lleva una cruz pequeña en sus manos, o una flor, o tiene las manos vacías. A menudo, ambas tipologías llevan pelucas naturales, generalmente dono de algún feligrés en cumplimiento de una manda.
A partir del siglo XX, se ha fabricado una remarcable cantidad de copias del Nazarenos de Caguach, algunas de las cuales son de calidad muy notable, como la de Chelín. En otros casos, se han asimilado al modelo caguachano Nazareno diferentes, a veces también de yeso, como ha ocurrido en Achao donde se vistió con una veste morada a una imagen policromada de bulto entero.


NOTAS


[1] Traída según la leyenda desde Quito en el siglo XVI.
[2] Diario del viaje i navegación hechos por el Padre José García de la Compañía de Jesús desde su misión de Caylín, en Chiloé, hacia el sur en los años 1766i 1767, Anales de la Universidad d4e Chile, 1871, p 351-379.
[3] Ana Elisa Anselmo, Imaginería religiosa en madera policromada del Archipiélago de Chiloé, Centro Nacional de Conservación y Restauración, Museo Regional de Ancud, 1999.
[4] Isidoro Vásquez de Acuña, Santería de Chiloé, op.c.
[5] Carlos Oviedo Cavada, La visita del obispo Azúa a Chiloé, Historia, pag. 239, vol 19, 1984.
[6] Alexandra Kennedy, Circuitos artísticos interregionales: de Quito a Chile, siglos XVIII y XIX, Historia n. 31, Universidad Católica de Chile, Santiago 1998. “Alexandra Kennedy se refiere a los artistas locales, precisando que el “trabajo de los santeros locales era más bien modesto y suplía a otros sectores de la sociedad chilena; la imaginería quiteña, en cambio, habría sido importada para satisfacer los requerimientos de los fieles con mayor cultura”. Su investigación aborda la relación artística entre Quito y Chile, afirmando que durante el siglo XVIII se importaban sólo la cabeza y las manos de la imagen, el resto era elaborado in situ. La posterior migración de artistas quiteños a Chile, particularmente durante la primera mitad del siglo XIX, se tradujo en la organización de talleres que produjeron imaginería religiosa hasta bien entrado el siglo. [….] El carácter periférico e insular de Chiloé explica la supervivencia de una mayor cantidad de santería popular que en el resto del país; pero no debe olvidarse que no existen datos certeros respecto de la cantidad de esculturas vernaculares que se conservan fuera del ámbito geográfico de la Isla de Chiloé”. (en J. M. Martínez y otros, en Estudio iconográfico de las colecciones de arte religioso de los museos de Dibam,
www.dibam.cl/dinamicas/DocAdjunto_119.doc).